martes, mayo 16, 2006

Violencia política en Argentina: Rodolfo Walsh y la Operación Masacre

Operación Masacre (Walsh, Rodolfo; Ediciones de la Flor, 27ª edición, Buenos Aires, 2004) narra, con una potencia literaria con pocos precedentes, la historia de unos fusilamientos clandestinos que tuvieron lugar en la madrugada del 10 de junio de 1956. Digo narra, porque tiene una carga que la eleva de una mera investigación periodística (con todo el respeto que me merece el género), que a vistas primeras eso parece. Como investigación periodística es impecable, como narración es implacable. Se dice que con esta obra, Walsh inventa la novela periodística, anticipándose en casi una década al mismísimo Truman Capote con su “A sangre fría” (1966). El texto fue publicado por partes en un semanario poco después de ocurridos los hechos. Esta es una historia escrita “en caliente”, con crudeza y gravedad. Quien lee, va paulatinamente asombrándose y comprendiendo los hechos a la par que Walsh parece escribirlos.
Asomarse

Osvaldo Bayer lo describe en la presentación de la publicación con toda la naturalidad de un tipo al que se le despertaron las inquietudes: “Supo ver y desnudó a toda la sociedad argentina cuando dejó de jugar al ajedrez y se asomó a ver qué pasaba” (p. 9). En efecto, así empieza el prólogo:

La primera noticia sobre los fusilamientos clandestinos de junio de 1956 me llegó de forma casual, a fines de ese año, en un café de La Plata donde se jugaba al ajedrez (…) (p. 17)


Así entrás, y no salís más. Walsh te atrapa, porque él tampoco puede soltar la historia. “Su conciencia lo seguía a todas partes”, dice Bayer. Walsh no puede zafarse de lo que ve, aunque no quiera verlo. No quiere pero lo ve, tal vez quiere verlo un poquito, lo mínimo para empujarlo al vacío, a la literatura. Vuelvo al prólogo:

(…) Tampoco olvido que, pegado a la persiana, oí morir a un conscripto en la calle y ese hombre no dijo “Viva la patria” sino que dijo: “No me dejen solo, hijos de puta”
Después no quiero recordar nada más (…), ni la ola de sangre que anega al país hasta la muerte de Valle. Tengo demasiado para una sola noche. Valle no me interesa. Perón no me interesa. ¿Puedo volver al ajedrez?
(…)
La violencia me ha salpicado las paredes, en las ventanas hay agujeros de balas, he visto un coche agujereado y adentro un hombre con los sesos al aire, pero es solamente el azar lo que me ha puesto eso ante los ojos. Pudo ocurrir a cien kilómetros, pudo ocurrir cuando yo no estaba.
Seis meses más tarde, una noche asfixiante de verano, frente a un vaso de cerveza, un hombre me dice:
Hay un fusilado que vive.
(pp. 18 y 19)


Poco a poco aparecen siete. Walsh no tiene escapatoria, comienza la investigación.

Encuadremos la situación

Poco menos de un año antes de estos sucesos, tenía lugar el derrocamiento de Perón mediante el golpe de estado llamado Revolución Libertadora. Como los golpes anteriores (1939 y 1943) se trataba de una alianza entre sectores del nacionalismo y liberales, pero esta vez con amplia predominancia de los segundos. 1955 fue, obviamente, un muy mal año para Perón. Ya tenía varios problemas para manejar:
  • El conflicto con la iglesia

  • Una crisis energética que lo obligó a negociar controvertidos contratos petroleros de explotación con empresas extranjeras, lo que provocó antipatías en amplios sectores de la oposición y propios.

  • Complicada situación de política interna, agravada por creciente corrupción.

  • El 11 de junio la procesión del Corpus Christi se tradujo en una manifestación multitudinaria de la oposición.
    El 16 de junio tiene lugar una sublevación de la Marina, cuyo icono del horror fue el famoso bombardeo de la Plaza de Mayo, con un saldo de 364 muertos y más de 800 heridos, casi todos civiles. El golpe se frustró al no conseguir la adhesión de las otras fuerzas militares. Como reacción a este hecho, grupos de civiles saquearon y quemaron varias iglesias. Todo esto evidentemente empeoró las cosas. Se sentía el clima a conspiración (ver apartado al respecto en nota de Tacuara, agrupación con la cual Rodolfo Walsh tuvo contacto). Perón intentó una política de conciliación, que fue rechazada por la oposición e interpretada como un signo de debilidad.
    Finalmente, el 16 de septiembre tuvo lugar un nuevo golpe, esta vez con éxito.

    Contrariamente a lo que se pueda presumir, Rodolfo Walsh apoya el golpe de 1955 y así lo declara en el epílogo, dando fe de su seriedad y honestidad en el tratamiento del tema:

    He sido partidario del estallido de septiembre de 1955. No solo por apremiantes motivos de afecto familiar, sino porque abrigué la certeza de que acababa de derrocarse un sistema que burlaba las libertades civiles, que negaba el derecho de expresión, que fomentaba la obsecuencia por un lado y el desborde por el otro (p.215)


    El nacionalista General Eduardo Lonardi fue designado presidente y tuvo una primera intención conciliadora. Pese a sus claras antipatías por Perón, no pretendía borrar al peronismo así nomás ni desmantelar sus estructuras y reformas sociales. Esta postura tuvo cierta aceptación entre los nacionalistas del Ejército pero no con la mayoría liberal de la Marina y la Fuerza Aérea, junto con amplios sectores civiles. En noviembre Lonardi se retira desilusionado, traicionado y muy enfermo.
    Su sucesor, el
    General Pedro E. Aramburu atacó al peronismo de inmediato:
  • Disolvió al Partido Peronista

  • Intervino la CGT

  • Congeló los salarios

  • Abolió la constitución de 1949

  • Prohibió insignias y lemas peronistas, como así también mencionar el vocablo “Perón”

  • Bajo su gobierno desaparecen los restos de Eva Perón (ver nota de Laura con trascripción de “Esa Mujer”, cuento del mismo Rodolfo Walsh)


  • En vez de destruir el peronismo, la persecución de Aramburu pronto le dio nuevo vigor y también restableció la visión de los trabajadores de Perón como su gran benefactor. (…) En junio de 1956, el general Juan José Valle encabezó un pequeño levantamiento pro Perón en Corrientes. La rebelión planteó escaso peligro y fue inmediatamente sofocada [en menos de doce horas], pero veintisiete de los cabecillas fueron fusilados sumariamente. Desde los caudillos la rebelión no había sido castigada con la muerte. Los peronistas ahora tenían mártires y un indeleble motivo de rencor contra el gobierno; el incidente fue inolvidable e imperdonable. (Rock, David; Argentina 1516-1987; Buenos Aires; Alianza; 1999; p. 416).


    Operación Walsh

    Cuando se habla de violencia política se suele aducir a un “cierto orden” que es atacado por grupos minoritarios que intentan alterarlo en beneficio propio. Se lo opone a la “paz” reinante, al fluir de la “vida normal”. Esto tiene sentido común, pero muchas veces es letra muerta de una falacia. Operación Masacre jerarquiza el problema y lo eleva a una dimensión real. Otorga, con una fuerte carga literaria, elementos para poder efectuar análisis mucho más complejos y ricos que la mera enunciación de una creencia generalizada o una impresión personal.

    Muchos años después de estos hechos, tuvo lugar otra barbaridad, que, analizada como hecho aislado permite solo una lectura limitada. El 29 de mayo de 1970 un comando montonero secuestró al teniente general Aramburu, luego fue enjuiciado, condenado a muerte y, finalmente ejecutado. Su cadáver apareció 45 días después. Sin ninguna duda que esto es brutal e inaceptable, Walsh aporta lo siguiente: “(…) [la organización peronista Montoneros] enumeraba los cargos que el pueblo peronista alzaba contra él. Los dos primeros incluían ‘la matanza injustificada de 27 argentinos sin juicio previo ni causa justificada’ el 9 de junio de 1956.” (p. 175)

    El episodio sacudió al país de distintas maneras. El pueblo no lloró la muerte de Aramburu. El Ejército, las instituciones, la oligarquía elevaron un clamor indignado. Entre los centenares de protestas y declaraciones hay una que merece recordarse. Califica el hecho de "crimen monstruoso y cobarde, sin precedentes en la historia de la República". Uno de sus firmantes es el general Bonnecarrere, gobernador de la provincia al desatarse la Operación Masacre. Otro es el general Leguizamón Martínez, que había ejecutado al coronel Cogorno en los cuarteles de La Plata. Un tercero es el propio coronel Fernández Suárez. No parecían los más indicados para hablar de precedentes.(pp. 175-176)


    Walsh invierte la carga de la prueba y pone en duda la dignidad moral de aquellos que se “indignan” hipócritamente por barbaridades, masacres y violencias contra el “orden”. Y que se arrogan el derecho de juzgar y disponer de las vidas de otros en aras del bien común.

    Si hay algo justamente que he procurado suscitar en estas páginas es el horror a las revoluciones, cuyas primeras víctimas son siempre personas inocentes, como los fusilados de José León Suárez o como aquel conscripto caído a pocos metros de donde yo estaba. La pobre gente no muere gritando "Viva la patria", como en las novelas. Muere vomitando de miedo, como Nicolás Carranza, o maldiciendo su abandono, como Bernardino Rodríguez.
    Sólo un débil mental puede no desear la paz.
    Pero la paz no es aceptable a cualquier precio.
    Y siempre habrá en germen nuevos levantamientos, y nuevas olas de insensata revancha –aunque luego tengan sentido contrario–, mientras se mantengan al frente de los organismos represivos del Estado hombres como el actual jefe de Policía de la provincia de Buenos Aires, teniente coronel Desiderio Fernández Suárez. (pp. 218-219)


    ¿Qué consiguió Rodolfo Walsh con todo esto? En el epílogo a la segunda edición él mismo enumera sus éxitos y sus fracasos:

    Fue una victoria llegar al esclarecimiento de unos hechos que inicialmente se presentaban confusos, perturbadores, hasta inverosímiles, casi sin más ayuda que la de una muchacha y unos pocos hombres acosados que eran las víctimas. Fue una victoria sobreponerme al miedo que, al principio, sobre todo, me atacaba con alguna intensidad, y conseguir que ellos se sobrepusieran, aunque ellos tenían una experiencia del miedo que yo nunca podré igualar. Fue una victoria conseguir que un hombre como "Marcelo", que ni siquiera nos conocía, viniese a traernos su información, arriesgando la emboscada y la picana que más tarde lo laceraron; conseguir que hasta la pequeña Casandra de Florida supiera que se nos podía confiar la vida de un hombre. Ha sido un triunfo encontrarme años después con la sonrisa infantil de Troxler, que salvó esa noche a los que se salvaron, y no hablar una palabra de esa noche.
    (p. 220)

    “En lo demás, perdí (…)” sigue Walsh, “(…) Pretendía que (…) cualquier gobierno, por boca del más distraído, del más inocente de sus funcionarios reconociera que esa noche del 10 de junio de 1956, en nombre de la República Argentina, se cometió una atrocidad.” (pp. 220 -221)

    Con este relato, pienso yo, Walsh logró otras cosas. Consiguió, mediante una operación literaria de alto vuelo, deshacer la madeja de esta infamia, desovillar la mentira jurídica en que enredaron el caso Livraga para hacerlo perder en los laberintos de la (in)justicia. Disipar el olor de la “flatulencia retórica” de los funcionarios corruptos y asesinos del estado e inmortalizar en una gran obra, desagraviándolos, a las víctimas inocentes de tremenda brutalidad y a sus familiares, todos olvidados por los gobiernos y la Justicia. Logra sintetizar la esencia de la política autoritaria argentina del siglo XX, esto es: castigar, con saña, la disidencia y/o el error con “persecuciones, torturas y fusilamientos”. Y nos sirve en bandeja lo que no quisimos prever, la gran tragedia que, años después, ejecuta el estado asesino-terrorista, que se llevará a varios miles de argentinos (entre los que deberemos contar a Walsh) con los mismos modus operandi de la escuela anterior, pero peor:

    En los últimos meses he debido ponerme por primera vez en contacto con esos temibles seres –los peronistas– que inquietan los titulares de los diarios. Y he llegado a la conclusión (tan trivial que me asombra no verla compartida) de que, por muy equivocados que estén, son seres humanos y debe tratárselos como tales. Sobre todo no debe dárseles motivos para que persistan en el error. Los fusilamientos, las torturas y las persecuciones son motivos tan fuertes que en determinado momento pueden convertir el error en verdad.
    Más que nada temo el momento en que humillados y ofendidos empiecen a tener razón. Razón doctrinaria, amén de la razón sentimental o humana que ya les asiste, y que en último término es la base de aquélla. Y ese momento está próximo y llegará fatalmente, si se insiste en la desatinada política de revancha que se ha dirigido sobre todo contra los sectores obreros. La represión del peronismo, tal como ha sido encarada, no hace más que justificarlo a posteriori. Y esto no sólo es lamentable: es idiota.
    (…)
    Entretanto, el jefe de Policía que ordenó esta masacre en particular sigue en su cargo.
    Eso significa que la lucha contra lo que él representa continúa. Y tengo la firme convicción de que el resultado último de esa lucha influirá durante años en la índole de nuestros sistemas represivos; decidirá si hemos de vivir como personas civilizadas o como hotentotes. (pp. 193-194)


    Con su obra también prueba que los delitos de lesa humanidad pueden no quedar impunes, que pueden ser denunciados literariamente aunque la Justicia oficial los ignore.

    Diría que nosotros (los lectores) ganamos una obra de justicia literaria. Y lo perdimos a él a manos de un estado terrorista , nos perdimos más producción literaria, lo perdimos a él como intelectual y pensador, que nos hubiera ayudado a interpretar la complejidad del mundo actual.

    La pregunta a su respuesta

    Cuando uno se encuentra ante una obra de esta envergadura, está bueno revisarla y buscar cuál es la pregunta que este texto procura responder, a mí se me ocurre:
    ¿Es posible corregir una supuesta desviación social (más o menos, mal o bien diagnosticada) mediante la irrupción de un estado autoritario en pleno uso de sus facultades?
    La respuesta, claro, es Operación Masacre.

    Por suerte, varias ediciones ya publicadas hacen inevitable la difusión, otrora clandestina e incinerada por los amigos del “orden”, de esta obra fundamental de la literatura argentina del siglo XX.

    Bibliografía y otras referencias

    Rapoport, Mario; Historia económica, política y social de la Argentina; Ediciones Macchi; 2da edición, 2003
    Rock, David; Argentina 1516-1987; Buenos Aires; Alianza; 1999
    Textos de y sobre Rodolfo Walsh en El Ortiba
    El caso Rodolfo Walsh: un clandestino. Por Fabián Domínguez

    Operación resumen

    Hasta aquí, lo que quería decir. Para quienes no leyeron la obra, les recomiendo con toda el alma que la lean. Se consiguen ediciones económicas y si no, está transcripta en este link de El Ortiba. Para quienes no tienen muchas ganas pero les falta un empujoncito para entusiasmarse, a continuación un torpe y arbitrario resumen comentado. Espero que les venga bien.

    Las Personas

    Así titula la primera parte del libro, allí pinta de cuerpo y alma a cada uno de los protagonistas de los hechos en unas pocas páginas. Y va deslizando los datos que, sobre estas personas, pudo obtener de su investigación, matizando con algunas presunciones o dudas sobre otros que no consiguió. Todos personajes de carne y hueso, reales, cercanos, como cualquiera de nosotros. Todos van hacia un destino trágico. Por ejemplo, cuando Carranza pasa a buscar a Garibotti:

    No hay testigos de lo que hablan. Sólo podemos formular conjeturas. Es posible que Garibotti vuelva a repetir a su amigo el consejo de Berta Figueroa: que se entregue. Es posible que Carranza a su vez quiera hacerle algún encargo para el caso de que él llegue a faltar de su casa. Quizá esté enterado del motín que se acerca y se lo mencione. O le diga simplemente:
    –Vamos a casa de un amigo a escuchar la radio. Van a pasar una noticia...
    También caben explicaciones más inocentes. Una partida de naipes o la pelea de Lausse que se va a transmitir luego por radio. Algo hubo de todo eso. Lo indudable es que Garibotti ha salido de mala gana y con el propósito de volver pronto. Si después no lo hace es porque han logrado conquistar su curiosidad, o su interés, o su inercia. No lleva armas encima y en ningún momento las tendrá en sus manos.
    También Carranza va desarmado. Se dejará arrestar sin resistencia. Se dejará matar como un chico, sin un solo movimiento de rebeldía. Pidiendo inútilmente clemencia hasta el balazo final. (p. 35)


    Eran tiempos distintos a los actuales, la gente se juntaba, no importaba mucho el motivo. Alguno tenía una casa con espacio, parrilla, ganas de charlar, entonces invita a amigos, vecinos que apenas conoce, viene también el amigo del amigo, el amigo del vecino. Se escucha la radio, se juega a las cartas o a los dados, si hay guitarra y alguno que mueva un poco los dedos, se canta algo, folklore. Y no siempre, pero a veces, se habla de política.

    Juan Carlos Torres es el anfitrión de la casa del fondo, aquella a la que llegará la policía en breve. Torres estaba involucrado en la conspiración, su amigo Gavino también, pero el resto…

    (…)
    –A esos muchachos no tenían por qué fusilarlos –prosiguió entonces–. A mí, vaya y pase, porque yo "estaba" y en mi casa secuestraron documentación. Nada más que documentación, no armas como dijeron después. Pero yo me escapé. Y Gavino también se escapó... (…)
    Le pregunté si se había hablado de la revolución.
    –Ni remotamente –dijo–. A los que en realidad estábamos, que éramos Gavino y yo, nos bastaba una mirada para entendernos. Pero ni él ni yo sabíamos si íbamos a actuar o dónde. Esperábamos un contacto que no se produjo. Yo me enteré cuando Gavino me pidió la llave del departamento, porque lo buscaba la policía. Éramos amigos, y se la di. Es posible que algún otro haya venido porque estaba en la onda y quería saber algo más.
    Su tono se volvió sombrío.
    –La desgracia fue que también cayeron otros muchachos del barrio, que vieron reunión en la casa y entraron a escuchar la pelea o jugar a las cartas, como de costumbre. En mi casa entraba cualquiera, aun sin conocerme. Hasta dos "tiras" llegaron esa noche y nadie se dio cuenta. (…) (p. 47)


    Una de las pruebas fundamentales para Walsh es el Libro de Locutores de Radio del Estado, la voz oficial del gobierno. En el texto, Walsh va insertando cada entrada del Libro como un reloj, un tic-tac inexorable que va marcando el ritmo del relato.

    Si acaso sintoniza un instante Radio del Estado, la voz oficial de la Nación, comprobará que ha terminado de transmitir un concierto de Bach y a las 22.59 inicia otro con Ravel...
    (…)
    La palabra revolución no ha sido todavía pronunciada. Y mucho menos por Radio Splendid, que filtra el rumor de multitud en el Luna Park y la voz tensa del locutor Fioravanti, transmitiendo las primeras incidencias del match.
    Es un combate corto y violento, que desde la segunda vuelta queda prácticamente definido. En total, dura menos de diez minutos. Al promediar el tercer round, el campeón derriba a Loayza por toda la cuenta.
    El dueño de casa y Giunta se miraron con una sonrisa de satisfacción.
    Giunta tomaba una copa de ginebra y se disponía a marcharse. Desde el dormitorio, la señora Pilar pidió a su esposo una bolsa de agua caliente. Don Horacio fue a la cocina, llenó la bolsa y regresaba con ella cuando se oyeron violentos golpes a la puerta. Parecían asestados con la culata de una pistola o de un fusil.
    En el silencio nocturno resonó el grito:
    –¡La policía!
    (pp. 56-57)


    Los hechos

    La segunda parte es la más fuerte y vertiginosa. La policía hace su ingreso y las cosas se precipitan. La suerte está echada. Muy lejos de allí, el alzamiento de los generales Valle y Tanco ya es un hecho. En Campo de Mayo y Avellaneda, los intentos son rápidamente sofocados y seis de los rebeldes son sumariados y fusilados. En La Plata la cosa se pondría mucho más peluda, con un saldo de cien mil tiros, seis muertos y una veintena de heridos. Prácticamente la totalidad del país duerme como si nada y se enterará de lo ocurrido recién al día siguiente.

    No se ha pronunciado una sola palabra sobre los acontecimientos subversivos. No se ha hecho la más remota alusión a la ley marcial, que como toda ley debe ser promulgada, anunciada públicamente antes de entrar en vigencia.
    A las 24 horas del 9 de junio de 1956, pues, no rige la ley marcial en ningún punto del territorio de la Nación.
    Pero ya ha sido aplicada. Y se aplicará luego a hombres capturados antes de su imperio, y sin que exista –como existió, en Avellaneda– la excusa de haberlos sorprendido con las armas en la mano. (p. 69)


    Los integrantes de la reunión en la casa de Torres, más los vecinos de la casa de adelante y tres infortunados transeúntes, son trasladados en un colectivo de la línea 19 requisado para tal fin. Luego de pasada la media noche, se promulga la ley marcial:

    A las 0.32 en punto, Radio del Estado interrumpe la música de cámara y transmitiendo en cadena nacional anuncia que se va a dar lectura a un comunicado de la Secretaría de Prensa de la Presidencia de la Nación, promulgando dos decretos.
    Dice así el dramático anuncio:
    "Considerando que la situación provocada por elementos perturbadores del orden público obliga al gobierno provisional a adoptar con serena energía las medidas adecuadas para asegurar la tranquilidad pública en todo el territorio de la Nación, así como el normal cumplimiento de las finalidades de la Revolución Libertadora, por ello, el presidente provisional de la Nación Argentina, en ejercicio del Poder Legislativo, decreta con fuerza de ley:
    "Artículo 1o - Declárase la vigencia de la ley marcial en todo el territorio de la Nación. (…) (p. 72)


    Poco después se suman dos detenidos más: Troxler y Benavídez llaman a la puerta de la casa de Torres, para sumarse a la reunión o tal vez a buscar a un amigo. Julio Troxler conoce al sargento que se encuentra en la casa y al comisario de la seccional a la que los trasladan, quien le dice:

    –¿Qué haces vos por acá?
    El otro sonríe, encogiéndose de hombros, y explica lo sucedido sin darle importancia. Seguramente un error... Conversan unos momentos. Después el comisario recibe una llamada telefónica.
    –Te piden de la Unidad –y agrega–: Che, a ver si todavía te fusilan... Hace un momentito pasaron la ley marcial.
    Se ríen los dos.
    Pero el comisario se queda preocupado.


    Los detenidos pasan horas dentro de la comisaría, lógicamente nerviosos por la situación, unos más y otros menos. Pero nadie prevé el trágico final. Son interrogados individualmente, les preguntan por la revolución, la mayoría no tiene idea y responde en consecuencia. Vuelven a esperar, tienen frío, tienen sueño. Empiezan a llamarlos de nuevo, les sacan las pertenencias a cambio de un recibo (prueba fundamental de la investigación). Presumen, con razón, que no van a soltarlos esa noche.

    A las 4.47 se difunde el Comunicado N° 3 de la Vicepresidencia de la República:
    "Campo de Mayo se rindió. La Plata, prácticamente dominada. En Santa Rosa, el regimiento de caballería se alista para reducir el último foco. Han sido ejecutados dieciocho rebeldes civiles que pretendieron asaltar una comisaría en Lanús".
    La infantería de Marina y la Escuela de Policía levantan el asedio de la Jefatura. Los rebeldes se dispersan. Fernández Suárez llega a la Casa de Gobierno, donde el coronel Bonnecarrere ha tenido que limitarse toda la noche a escuchar el tiroteo cercano, y se encamina con él a la Jefatura. Están subiendo la amplia escalinata que da a la plaza Rivadavia cuando Fernández Suárez se dirige a un subordinado y en voz que todos escuchan da la orden:
    –¡A esos detenidos de San Martín, que los lleven a un descampado y los fusilen! (…) (p. 83)


    El clímax del relato llega con el capítulo 23 (“La Matanza”), donde Walsh describe con crudeza el momento de los fusilamientos, que tienen lugar en un baldío de José León Suárez:

    –¿Qué nos van a hacer? –pregunta uno.
    –¡Camine para adelante! –le responden.
    –¡Nosotros somos inocentes! –gritan varios.
    –No tengan miedo –les contestan–. No les vamos a hacer nada.
    (…)
    A partir de ese instante el relato se fragmenta, estalla en doce o trece nódulos de pánico.
    (…)
    Livraga se va abriendo hacia la izquierda, sigilosamente. Paso a paso. Viste de negro. De pronto, lo que parece un milagro: los reflectores dejan de molestarlo. Ha salido del campo luminoso. Está solo y casi invisible en la obscuridad. Diez metros más adelante se adivina una zanja. Si puede llegar...
    La tricota de Brión brilla, casi incandescente de blanca.
    En el carro de asalto Troxler está sentado con las manos apoyadas en las rodillas y el cuerpo echado hacia adelante. Mira de soslayo a los dos vigilantes que custodian la puerta más cercana. Va a saltar...
    Frente a él Benavídez tiene en vista la otra puerta.
    Carlitos, azorado, sólo atina a musitar:
    –Pero, cómo... ¿Así nos matan?
    Abajo Vicente Rodríguez camina pesadamente por el terreno accidentado y desconocido. Livraga está a cinco metros de la zanja. Don Horacio, que fue el primero en bajar, también ha logrado abrirse un poco en la dirección opuesta.
    –¡Alto! –ordena una voz.
    Algunos se paran. Otros avanzan todavía unos pasos. Los vigilantes, en cambio, empiezan a retroceder, tomando distancia, y llevan la mano al cerrojo de los máuseres.
    Livraga no mira hacia atrás, pero oye el golpe de la manivela. Ya no hay tiempo para llegar a la zanja. Va a tirarse al suelo.
    –¡De frente y codo con codo! –grita Rodríguez Moreno.
    Carranza se da vuelta, con el rostro desencajado. Se pone de rodillas frente al pelotón.
    –Por mis hijos... –solloza–. Por mis hi...
    Un vómito violento le corta la súplica.
    En el camión Troxler ha tendido la flecha de su cuerpo. Casi toca las rodillas con la mandíbula.
    –¡Ahora! –aúlla y salta hacia los dos vigilantes.
    Con una mano aferra cada fusil. Y ahora son ellos los que temen, los que imploran:
    –¡Las armas no, señor! ¡Las armas no!
    Benavídez ya está de pie y toma de la mano a Lizaso.
    –¡Vamos, Carlitos!
    Troxler les junta las cabezas a los vigilantes y tira uno a cada lado, como muñecos. Da un salto y se pierde en la noche.
    (…)
    Abajo, los policías oyen el tiro a retaguardia y por una fracción de segundo titubean. Algunos se dan vuelta.
    Giunta no espera más. ¡Corre!
    Gavino hace lo mismo.
    El rebaño empieza a desgranarse.
    –¡Tírenles! –vocifera Rodríguez Moreno.
    Livraga se arroja de cabeza al suelo. Más allá, Di Chiano también se zambulle.
    La descarga atruena la noche.
    Giunta siente una bala junto al oído. Detrás oye un impacto, un gemido sordo y el golpe de un cuerpo que cae. Probablemente es Garibotti. Con prodigioso instinto, Giunta hace cuerpo a tierra y se queda inmóvil.
    A Carranza, que sigue de rodillas, le apoyan el fusil en la nuca y disparan. Más tarde le acribillan todo el cuerpo.
    Brión tiene pocas posibilidades de huir con esa tricota blanca que brilla en la noche. Ni siquiera sabemos si lo intenta.
    (…)
    Giunta permanece unos treinta segundos pegado al suelo, invisible. De pronto salta como una liebre, zigzagueando. Cuando presiente la descarga, vuelve a tirarse. Casi al mismo tiempo oye otra vez el alucinante zumbido de las balas. Pero ya está lejos. Ya está a salvo. Cuando repita su maniobra, ni siquiera lo verán.
    (…)
    Sobre los cuerpos tendidos en el basural, a la luz de los faros donde hierve el humo acre de la pólvora, flotan algunos gemidos. Un nuevo crepitar de balazos parece concluir con ellos. Pero de pronto Livraga, que sigue inmóvil e inadvertido en el lugar en que cayó, escucha la voz desgarradora de su amigo Rodríguez, que dice:
    –¡Mátenme! ¡No me dejen así! ¡Mátenme!
    Y ahora sí, tienen piedad de él y lo ultiman. (pp. 91-94)


    La “Operación Masacre” concluye con el intento de remate de Livraga, quien recibe dos balazos de los tres que le disparan, con la “suerte” que “solo” le destrozan la boca y le lastiman el brazo. Los vigilantes se alejan sin comprobar su muerte. Los sobrevivientes se desbandan y deambulan por la ciudad durante toda la noche, todavía tratando de comprender qué fue lo que ocurrió.

    Miguel Ángel Giunta y Juan Carlos Livraga (y sus familias, por lo tanto) aún iban a sufrir una odisea de detención y torturas por penitenciarias y dependencias policiales. Ambos debían su liberación finalmente obtenida, y su vida, al hecho de que no eran los únicos sobrevivientes. La bonaerense intentó por todos sus medios de capturar a los demás fugitivos y las pruebas (sobre todo los recibos expedidos por la Unidad Regional San Martín). De haber conseguido todo esto, probablemente hubieran desaparecido silenciosamente.

    Esa misma noche el abogado los llevó a la jefatura de Policía de La Plata para visar sus órdenes de excarcelación. En la de Giunta, en el rubro "Causa", había una expresiva línea de guiones escritos a máquina.
    Sin causa, en efecto, se había pretendido fusilarlo. Sin causa, se lo había torturado moralmente hasta los límites de la resistencia humana. Sin causa, se lo había condenado al hambre y la sed. Sin causa, se lo había engrillado y esposado. Y ahora, sin causa, en virtud de un simple decreto que llevaba el N° 14.975, se lo restituía al mundo. (p. 124)

    Dieciséis huérfanos dejó la masacre: seis de Carranza, seis de Garibotti, tres de Rodríguez, uno de Brión. Esas criaturas en su mayor parte prometidas a la pobreza y el resentimiento, sabrán algún día –saben ya– que la Argentina libertadora y democrática de junio de 1956 no tuvo nada que envidiar al infierno nazi.
    Ése es el saldo. (p. 126)


    La Evidencia

    En la tercera, y última, parte del libro, Walsh da cuenta de la evidencia con la que sostiene la tesis de “Masacre” y “Asesinato”: “(…) que se detuvo a un grupo de hombres antes de entrar en vigencia la ley marcial; que no se les instruyó proceso; no se averiguó quiénes eran; no se les dictó sentencia; y se los masacró en un descampado.” (p. 155).

    Todo un proceso judicial (Caso Livraga) que llega hasta la Corte Suprema prueba la hipocresía, la arbitrariedad y la injusticia que sufren los inocentes de la masacre. Y es la base fundamental con que Walsh se mete con lo jurídico desde lo literario, desmenuza cada una de las partes del injusto fallo y lo destroza con altura y contundencia.

    Cuando este hombre sube, preso, a un colectivo, a las 23.30 del 9 de junio, está, a pesar de todo, protegido por el artículo 18 de la Constitución, que dice que "Ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso ... o sacado de los jueces designados por la ley antes del hecho de la causa".
    ¿Qué hace Livraga para perder estos derechos?
    Nada.
    Y sin embargo, los pierde, y ésta es otra de las fases de la monstruosidad jurídica convalidada por el fallo de la Corte y por el "juicio" militar, que son piedras de un mismo camino porque en 1957 no hacía falta ser un genio para saber que el teniente coronel González no iba a encontrar culpable al teniente coronel Fernández Suárez.
    Ésa, pues, es la mancha imborrable, que salpica por igual a un gobierno, a una justicia y a un ejército:
    Que los detenidos de Florida fueron penados, y con la muerte, y sin juicio, y arrancándolos a los jueces designados por la ley antes del hecho de la causa, y en virtud de una ley posterior al hecho de la causa, y hasta sin hecho y sin causa.
    No habrá ya malabarismos capaces de borrar la terrible evidencia de que el gobierno de la revolución libertadora aplicó retroactivamente, a hombres detenidos el 9 de junio, una ley marcial promulgada el 10 de junio.
    Y eso no es fusilamiento.
    Es un asesinato. (pp. 172-173)